Juan Cristobal Sanchez

Crónicas de un estudiante de arquitectura

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Hace una semana recibí un reconocimiento importante, no había pensado en su relevancia hasta hoy, sin embargo he decidido hacer una pequeña retrospectiva de lo que significó todo el proceso para llegar aquí. Este texto es una pequeña pausa de un ritmo acelerado.

Al no ser una novela omitiré a muchos personajes, espero me entiendan. Saltaré en el tiempo apoyándome en la memoria e instagram. (Léase instagram en español, no doble la lengua)

Empecemos por el principio.

Mi primera clase fue dibujo natural, con Enrique Estuardo, artista al cual yo conocía de hace algún tiempo. No nos llevábamos, solo eramos amigos en facebook, él no me agradaba, sabía de su artisticidad pero nada más. (ya limamos asperezas con unos vinos en el CAC). 

Entré a la clase doscientos algo, segundo piso del bloque 2 del Campus Queri. Llegué temprano, algunos bancos ya tenían a alguien sobre ellos. Nadie hablaba ese día, creo que todos teníamos ese miedo de la primera vez, yo estaba conociendo un nuevo mundo, no había sirenas ni uniforme, tampoco mesas normales. 

La clase de Diseño Básico no me dejaba dormir, muchas cosas que hacer, mucho que investigar. Picasso, Braque y Ching. Era la primera vez que me amanecía, todavía teníamos la mesa del comedor, allí hacía mis deberes y pintaba. Me dolía la espalda, no era una mesa para trabajar. Mis primeras intenciones en cuanto a diseño fueron hechas en esa mesa abarrotada de velas, tazas, escuadras, lápices, recipientes con agua y un par de pinceles sucios.

Pinté varias obras para esa época. En horizontal. Recuerdo que aquellos lienzos fueron seleccionados para hacer una exposición en el Pentasiete, Quintuple se llamó la muestra, claro, éramos cinco. Corría el año 2018. Me esforzaba por comprender de manera formal la disciplina de la composición, líneas, puntos y planos. La complejidad de hacer una maqueta con todos estos elementos más la luz y la materia se tornó un trabajo titánico las primeras semanas. De un momento a otro, este grupete de gente recién salida del colegio se hallaba sentado en el John Spanish tomando biela, para ese tiempo yo no bebía, pero me gustaba estar cerca de los juegos de seducción del alcohol. Las maquetas iban a un lado de las sillas, o a veces en el centro de alguna mesa abandonada. La mezcla entre la academía y la lujuria creo es lo que vuelve locos a los universitarios, yo que sé.

En los primeros dos semestres usaba el pichirilo para ir a clases, entraban las maquetas y 6 personas una vez en alguna tarde de locura universitaria. Era un auto ruidoso, me quedé varado en la Simón Bolívar unas 2 veces. Una sin gasolina y la otra con algún tema del motor. Era azul, brasileño del año 74.

… 

Al empezar las clases de Proyectos I en tercer semestre ya no teníamos auto, se vendió el pichirilo para pagar la universidad. Las clases eran a las 7 de la mañana. Tomaba el primer bus a las 5:20 am en la parada del Libertadores del Valle desde San Juan de Conocoto. Iba con maquetas y láminas, nunca se me rompió ninguna. Apenas me sentaba me dormía profundamente y me despertaba con el “servidos señores” en el Playón de la Marín. De allí, tomaba ecovía, siempre me paraba al lado del chofer, era el único lugar espacioso en donde no había peligro alguno de que mis maquetas sean destruidas por la aglomeración de la gente y donde además tenía un panorama completo del viaje, el parabrisas era un gran cuadro en movimiento. (lo es)

En ese tiempo le conocí a la Samanta, junto a ella el Ocho y medio, las exposiciones, los vinos y los museos. Conversaciones sobre habitar el muro y el arte ecuatoriano eran nuestro pan de cada día. Solíamos vernos al salir de clases y ver nuestro proyectos, hablar sobre ellos y hacer anotaciones. Una relación idílica entre dos sujetos en el espacio. Necesitamos una novela entera para ponerlo en palabras. Lo dejaremos como titulo “Tras las letras, un encuentro epistolar”.

Al salir de alguna clase, iba a la biblioteca a buscar libros de arquitectura y hacer anotaciones en bocetos y cuadernos a cuadros. Eran mis biblias. Era una cantidad de información que mi mente quería absorber, llegué a saber mucho de libros de arquitectura para ese entonces (ahora siento que no sé nada).

Al regresar a casa en la ecovía, me generaba cierta nostalgia ver por la ventana la avenida 6 de diciembre entre el Centro Cultural Carlos Fuentes y la Casa de la Cultura. Para términos turísticos entre la calle Wilson y Patria. De norte a sur, había que sentarse al lado izquierdo para poder tener esa experiencia estética. Me sentía dentro de La ceniza del adiós, de Orlando Perez. (Ese libro intercambié con la Samanta, obtuve La Tregua de Benedetti)

Siempre amé los libros, de niño los rayaba a diestra y siniestra, lo sigo haciendo, solo que ahora los leo y ocupo otros papeles para soltar mis demonios. Me engancho con libros escritos con lágrimas, sangre y un poco de cerebro. Me gusta leer entre líneas, la idea de meterme en la cabeza del autor me parece fantástica, me hace sentir en carne propia… 

En fin, me desvié un poco, sigamos. 

Para aquella época leía mucho en el bus, dos horas de ida y dos de vuelta, eran las condiciones perfectas, obvio, lo hacía cuando sí había conciliado el sueño la noche anterior. Aprendí mucho sobre ciudades leyendo literatura, especialmente latinoamericana. De García Máquez para arriba. También muchas referencias a ciudades europeas como Viena, París, Madrid y Roma. No leía autores norteamericanos, máximo Auster. Me enganché con el barrio de Banfield, Cortázar me lo presentó. Llamó a los lugares oscuros los sitios propicios para el amor y el crimen. Leí sobre muchos amores, los amores literarios son profundos y dolorosos. Llenos de aventuras urbanas y pasiones en los rincones del hogar. 

Empecé a usar lentes cuando cursaba el quinto semestre, realizábamos una biblioteca en el lote de la extinta Casa Cherrez, estaba aprendiendo de los maestros de la arquitectura ecuatoriana, del Hábitat Guápulo y me encontraba con Borges. La biblioteca de Babel y Funes el memorioso. Desde ese entonces los lentes han sido una especie de termómetro de cómo fui perdiendo la vista, sin embargo me resultan un objeto de alta sofisticación en cuanto diseño (y también diseño de carácter).

Nos tocó investigar, hay varios planos en las revistas trama, pero en las primeras ediciones, esas de los años 70-80.

Primero fuimos a la biblioteca de la Católica, encontramos verdaderas joyas en cuanto a dichas revistas sin embargo allí no encontramos lo que necesitábamos. Buscábamos la residencia de Rafael Velez Calisto. Decidimos ir a la Central, en el camino, pasamos el Teatro Universitario, el mural de Jaime Andrade y la Facultad de Economía hasta llegar al mítico complejo de bóvedas que alberga a la Facultad de Arquitectura. (Supongo pasamos por más lugares pero esos son los importantes para mi). Estaba con el Pablo Rosero, mi amigo y hermano de otra madre, sujeto de grata conversa y alta humanidad. Nos recorrimos toda la facultad para después ir a la biblioteca. Encontramos lo que buscábamos.

(Para seguir con mi relato recurro al archivo de historias de mi instagram, me veo en fiestas, departamentos abarrotados de jóvenes con vasos llenos de ron y reggaeton en  la piel. Algunas maquetas adornan las fotos)

Observo una foto, la mesa de dibujo que diseñó mi padre, también arquitecto, dicha mesa ahora es mi lugar de trabajo, veo varias velas asentadas sobre un cartón y una lámina en frente de mi. Estaba en el Taller de Proyectos II, habían cortado la electricidad por falta de pago pero tenía que acabar mis láminas, no recuerdo si fue una o dos semanas sin luz. Hice maquetas y dos entregas con esa condición, tal vez ahí dañe un poco mi vista. Resultó ser arquitectura a la luz de las velas.

Mi madre me daba dos dólares para los pasajes de cada día, para poder comprar algunas cosas y darme ciertos gustos, hacía alguna chaucha estudiantil, láminas de dibujo técnico o de geometría descriptiva, al momento de recibir mi pago, iba a comer un sánduche de carne y gastaba casi la mitad de mi pago. Lo demás lo ocupaba para comprar cartones, balsa y papel de acuarela.

Por lo general hacía mi deber unas seis veces y me volvía un experto del tema.

Entre semestres continuaba yendo a la universidad, concurso de madera, pabellón totora y bienales. Claro antes de la pandemia. Sentía la necesidad de estar involucrado con la arquitectura el cien por ciento de mi tiempo. Pensándolo bien creo que tengo un carácter obsesivo. En la casa hacía maquetas sin fundamento ni justificación alguna, solo quería hacerlas. De alguna manera encontrar el oficio en el hacer. La Maqueta siempre me ha parecido el instrumento perfecto entre la planificación y el juego, ambos hijos de la composición.

En la pandemia me volví una extensión de mi computadora, lograba hacer unas pocas maquetas con el material que sobró del semestre anterior, tenía plastilina, nunca falta en el proceso creativo, fue un periodo extraño. Hice muchos dibujos sobre papel calco, mis máscaras y las estructuras de mis proyectos. Madrugaba a hacer urbanismo, escuchaba Fito Paez, “Brillante sobre el mic” a la cuatro de la mañana, mi madre al escucharme cantar pensó que estaba haciendo algún ritual satánico, de lo que no se equivocaba es que si era un ritual, mi ritual. Fue complejo aprender sobre la ciudad y no vivirla en ese momento.

Veo un video en mi celular, estoy con casi todos mis amigos de segundo semestre en un departamento pequeño, estamos alrededor de una mesa cantando “Conteo Regresivo” de Gilberto Santa Rosa, aparezco allí. Un jovencito con churos realizando todo los ademanes que merecen la letra de la canción. 

Pienso que ese muchacho me ayudó a ser quien soy ahora, que no se mal entienda, me falta un camino gigantesco por recorrer, estoy empezando. Pero ese “sambito” fue una etapa de descubrimiento y de aprendizaje, ese jovencito que todavía no encontraba ni una luz pero que la estaba buscando.

Recibí mi primera mención en tercer semestre, de allí vinieron varias, salí en la revista de la facultad con algún proyecto, un par, creo que tres, siempre me toma desprevenido, mi intención primera nunca ha sido salir en publicaciones ni recibir reconocimientos, sino hacer bien las cosas. Pero cuando los recibo lo celebro y me siento orgulloso, creo que me los he merecido. Hay que tratar de hacer bien la arquitectura. Buena arquitectura, bueno, Arquitectura.

Soy un hacedor y un perseguidor. Borges, Cortázar y Charlie Parker. Después Paez y Spinetta. 

¿Cuándo los conocí?

Tardíamente pienso yo

Me dio covid, no lo sentí, tuve suerte, me contagió la noche, en un departamento en La Pradera. 

Mi encierro se dió en mi habitación, iba en octavo semestre, empezábamos con la tesis urbana y tenía una exposición colectiva en Guayaquil. Es allí en donde afirmé que era un hacedor y un perseguidor, después de una serie de preguntas hechas por Juanca y David en mi estancia en el Laboratorio Onder en el año 2021. 

En dicho encierro tenía que producir una nueva obra, hacer el 3D de la Floresta y hacer mis deberes de medio ambiente en un escritorio de 35cm de profundidad. Vaya reto.

Un rollo de papel de arroz resolvería el inconveniente, la obra se tituló “Otra historia de la eternidad”, Borges siempre presente. Mi clase de medio ambiente demanda horas de investigación, pensaba en la ciudad y sus sistemas desde mi encierro.

Guayaquil me tomó por sorpresa, estaba en vacaciones entre semestres y apliqué a una residencia artística, duraba dos semanas y debía ser en las instalaciones de Espacio Onder. Fui aceptado, compré el boleto y tomé un bus al puerto principal. Escuchaba a Rocola Bacalao para “vivirme la película”. Nunca había estado en esa ciudad.

Acá dejaré otro título para la escribir en la posteridad “Guayaquil, violento y plástico”

Cuando empezamos a volver a la nueva vida post pandemia, me sentía distinto. Había empezado una serie de dibujos que después desencadenaría en exposiciones, entrevistas, publicaciones y un libro. Era otro, era otros.

Teatro Bolívar organiza Piel de Gallina, tenía la obra perfecta, fui seleccionado, había muchísima gente esa noche, mi obra encuentra comprador, (ahora está acompañada por otros artistas en la casa de un gran arquitecto). Puedo pagar mi último semestre de universidad con eso. Mi arte financió mis estudios de arquitectura.

Mi proyecto de titulación comenzó y terminó rápido, creo que fue el periodo que se me hizo más corto. Depuración de ideas y detalles. Enviar el portafolio artístico por aquí y allá. Dejar a medio hacer el portafolio de arquitectura. Tuve  un período “rockstar” academia, arte, fiesta y lujuria. El juego, el arte y la fiesta, viva Bolívar Echeverría.

No me hice solo, me hizo la gente que tuve el privilegio de conocer, los rincones que visité, mis profesores, mi padre, los tés, la vitamina C, los misterios, los amores, el hambre, el frío, mi madre, el vino, la tinta, la balsa, el switch. 

Gracias totales. Soy todos ellos, soy todos ustedes.

Quito, 30 de marzo del 2023

Firma: Juan Cristóbal

Necesitaré toda la vida para terminar este texto…